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HABLEMOS DEL AMOR
(por Francisco L. Navarro Albert)
 

 

     No soy un especialista en Zoología y mis conocimientos se limitan a las observaciones de la Naturaleza, bien sea de forma directa bien a través de la gran variedad de documentales disponibles sobre la vida animal en los medios audiovisuales. Me ha parecido, no obstante, que está bastante generalizado el que en la mayor parte de las especies haya determinadas épocas en las que se produce la situación que llamamos “de celo”, en virtud de la cual los machos de cada especie se dedican a demostrar quién lo es más para ganarse a las hembras. Mientras, estas se dedican  distraídamente a mordisquear cualquier cosa, como si nada de lo que allí sucede tuviera que ver con ellas. En esta época “de celo” se produce la emisión de unas sustancias llamadas feromonas que anuncian de manera inequívoca la existencia de un miembro de la misma especie que está dispuesto a emparejarse.

     No ocurre así, sin embargo, con el ser humano. Según todos los síntomas este permanece “en celo” sea cual sea la estación del año, haga frío o calor y ya tenga la despensa repleta o llena de telarañas. De igual modo, la referencia a las feromonas parece que queda aquí bastante fuera de lugar, dada la habitualidad de duchas, baños, desodorantes, maquillaje y perfumes capaces, si no de anular a las mismas, sí al menos de enmascararlas.

     Parece claro que siguiendo la tesis de que el ser humano es racional, buena parte de su comportamiento debería ir guiado por la razón, incluso en aquello que hace referencia a la actividad sexual. No es extraño, sin embargo, advertir tendencias de adicción que parecen más bien guiadas por su parte meramente animal o, quizá, ni siquiera eso puesto que en los seres no humanos la actividad sexual, en general, está dirigida hacia la perpetuación de la especie previa selección de los individuos más capaces en tanto que en estos grupos humanos no existe tal selección ni el objeto de la relación es la perpetuación de la especie sino, simple y llanamente, el placer inherente a la propia actividad sexual.

     No sé si esta distorsión radical de la naturaleza de las relaciones humanas ha llevado también a la confusión de los términos con que se expresa; así, la palabra “amor” aparece con una aparente indefinición, puesto que puede abarcar desde la simple y pura relación sexual sin más nexos hasta el amor hacia los semejantes para solidarizarse con ellos. Se dice coloquialmente:”hacer el amor” como si fuera posible simplificarlo tanto como hacer una silla o una instalación de fontanería.

     Convendría, quizá, que diéramos unos pasos atrás y recuperáramos de la cultura griega, ya que tanta influencia ha tenido en la civilización occidental, las diferentes palabras (erao, stergo, fileo, agapao) que definían los distintos tipos de amor que pueden darse en las relaciones humanas y que, pese a la belleza que reflejan, han quedado totalmente relegadas quizá por ésa nuestra forma de actuar que nos hace olvidar incluso la historia, haciendo posible que repitamos errores del pasado.

     Como los griegos podríamos, así, utilizar una palabra distinta para expresar nuestro amor a un amigo o amiga, sin que ello supusiera infidelidad a nuestra pareja o el deseo de mantener una relación más allá de la de compartir aficiones o disfrutar de un paseo, por ejemplo. Asimismo, tanto el amor hacia la pareja, la familia, como el amor solidario encuentran una palabra griega distinta, como distintas son sus connotaciones, cada una con su propia individualidad.

     Tal vez así quedaría claro, cuando alguien habla del amor, si se está refiriendo a la relación espiritual y afectiva o, simple y llanamente, lo que quiere es “darse un revolcón”.

  

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