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Demetrio Mallebrera

EL ROPAJE DEL ALMA

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     Para restaurar y poner al día estéticamente el salón principal y tres habitaciones de la casa ha entrado en mi hogar un paciente pintor, buen profesional, que se ha pasado tres días y medio más largos que una Cuaresma de las de antes, y ha reforzado las hipérboles y las antítesis, dejando que pasaran de ser meras figuras retóricas de pensamiento a auténticos desahogos. No, los pintores no convierten tu morada en una calle de Londres sustituyendo la niebla por nubes de polvo, pero como te obligan a vaciar los muebles para manejarlos y separarlos de las paredes, pues ya la hemos liado, compadre, porque ahora hemos pensado que es la ocasión de deshacerse de la mitad de los libros que pacientemente, y sin quejarse ni decir nunca esta boca es mía (a pesar de tanta sabiduría como almacenan), se han ido depositando en los libreros, estanterías, anaqueles, baldas, aparadores, repisas, bajo las camas, y todo cuchitril que han encontrado a tiro o a desmano al llegar a este lugar de su retiro ocasional o perpetuo. ¡Hala, a desempolvar con gamuza tomos, volúmenes y mamotretos!, seleccionando los que vuelven a su sitio pensando en los nietos, los que cambian de lugar para que los demás se enteren de una vez que los tienes (y tú mismo, ¡hombre!, que ya ni te acordabas), los que parece que ya no dicen nada, incluso los que se quedan aislados porque no forman parte de ninguna colección, y eso estéticamente no pega ni con cemento. A ese último apartado estaba destinado un ejemplar que hemos podido indultar por la doble importancia debida a su contenido y a su valor sentimental: “Curso de redacción”, de don Luis Miranda Podadera, método práctico para redactar con soltura. Un buen amigo que ha pasado a ocupar un lugar de honor si es que aquí alguien se aclara y es capaz de distinguir el marisco de la morralla.

 

     Los buenos amigachos te sacan de apuros; pero han de reunir una condición: tenerlos a mano cuando los necesitas. Eso pasa en los negocios y en las necesidades más perentorias. Y el que escribe sabe que ha de tener a tiro de escopeta dos o tres diccionarios y algún que otro tratado sobre el tema a tratar si es que así se tercia lo que uno vaya a narrar o describir a través de la comunicación, que puede tomar dos modalidades: la verbal (la lengua, que aunque parezca que está atada, anda a veces a su antojo o a la moda) y la no verbal (ya le habrán dicho a usted alguna vez que tiene cara de poema), que tiene unos códigos universalmente reconocidos como mimos y gestos. Es en la primera variedad donde aparece la palabra, el verbo, la expresión oral y la redacción con unas reglas de obligado cumplimiento para que exista el entendimiento. Y en este asunto el libro citado fue un buen amigo y debe seguir siéndolo. ¿Recuerda usted las figuras retóricas de pensamiento, de dicción, o de palabra (los tropos) para proceder a un análisis gramatical, para hacer un comentario de texto o para redactar con elegancia y con buen gusto?

 

     No podemos extendernos mucho porque el espacio que tenemos marcado se va acabando; pero la materia de hoy está de plena actualidad considerando el pobre vocabulario de los estudiantes en el decir de padres y profesores, las faltas ortográficas que se cometen y se lanzan en mensajes digitales sin avergonzarse supuestamente, y los aprobados facilones de asignaturas que se oficializan por una mal interpretada igualdad. En el preámbulo a este libro leemos que “el ropaje del alma es el lenguaje”. Aun confesando que puede ser algo discutible tan rotunda afirmación, podemos utilizarla para reflexionar, pues su autor nos la va a explicar del siguiente modo: “Al hablar -dice- presenta el individuo su alma tal como es: muestra su saber, su inteligencia. (…) Quien no atina a exteriorizar las ideas en un escrito, deja entrever la falta de cultura y de intelecto”. Se ha generalizado mucho el dicho que corre por ahí diciendo que las autoridades lo que quieren es la incultura para manejarnos mejor. ¿No será así, verdad?

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