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Mª Teresa Ibañez

ANÉCDOTAS SOBRE LAS APARIENCIAS


     “Las apariencias engañan”, reza el dicho, y nunca más que ahora se hace realidad esta sentencia.

 

     Solo hace unos años el “señor” iba de señor, con traje, zapatos buenos, sombrero y a veces bastón, más como adorno que como utensilio necesario.

 

      Los vestidos de las señoras eran muy pomposos, distintos del todo al resto de las demás mujeres.

 

     Las clases humildes calzaban alpargatas, y en los pueblos rurales se veía a muchos hombres con pantalones de pana llenos de trozos añadidos para alargar su existencia.

 

     También en la educación y en la cultura había mucha diferencia. Bastaba oír hablar de una persona para saber a qué clase social pertenecía.

 

     Hoy, gracias a Dios, somos todos más iguales, vestimos más o menos lo mismo y tenemos casi las mismas oportunidades para acceder a la educación y a la cultura.

 

     Pero todo esto solo nos hace iguales en apariencia, porque cada uno es cada uno, y no todos asimilamos, aprendemos o aprovechamos del mismo modo las cosas. Por lo que, a veces, no corresponde la imagen que damos con nuestros hechos.

 

     El día 20 de marzo subí al autobús, después de haber esperado su llegada un buen rato porque el anterior se había estropeado. Íbamos apretados como sardinas en lata. Junto a mí venía un matrimonio vecino que muy amablemente se interesó por mi salud. Les dije que estaba bien, pero que precisamente ese día 20 de marzo hacía dos años del fallecimiento de mi esposo, y que como no quería estar sola en casa pensando en cosas tristes me iba a San Juan a pasar el día con mis sobrinos. Delante de mí había un hombre alto y robusto, de unos cincuenta años, era muy moreno, guapo, parecía gitano, vestido de un modo bastante ordinario; me dijo: Señora, yo también estoy solo, murieron mis padres, mis hermanos… y cuando uno está solo no debe quedarse en casa lamiéndose las heridas, debe salir y distraerse… Me estuvo hablando de todas las exposiciones que había en Alicante y dónde estaban ubicadas, me habló de los museos que podía ver y también de los conciertos a los que podía asistir gratis. A él, dijo, le gustaba mucho leer, sobre todo poesía. Me fue hablando de muchas cosas y yo le miraba un poco extrañada, como no creyendo que un hombre con ese aspecto me contara todas aquellas cosas. Parecía que aquella conversación no correspondía a la persona que tenía delante.

 

     A los pocos días fui en el “trenet” a Villajoyosa. A mi lado se sentó un hombre de unos sesenta y pico años, con el pelo blanco peinado hacia atrás, con un buen traje y unos zapatos lustrosos. Con muy buena presencia. Se pasó gran parte del viaje hurgándose la nariz y haciendo pelotillas descaradamente. No me lo podía creer. ¿En qué estaría pensando? ¡qué falta de consideración hacia los demás!

 

     Y es que las apariencias engañan.

 

     Las buenas maneras se adquieren desde la cuna. Otras veces se van consiguiendo con el tiempo si se tiene buena disposición. Hay quien nunca las tiene y otros nacen con ellas.

 

     Estando en “El Carrascal” nos juntábamos hacia el medio día bajo la gran sombra que proyectaba el olmo más viejo. Los medieros tenían dos niños: uno de cinco años y otro de ocho. Habían nacido en la sierra igual que sus padres, que apenas sabían leer y escribir. El niño más grande, en cuanto se acercaba una persona mayor y se daba cuenta de que no tenía silla, se levantaba y le ofrecía la suya. A mi mamá, este gesto siempre le conmovió: ¿de dónde ha aprendido esto este niño? Y es que hay quien nace con delicadeza y sabiendo lo que está bien y lo que está mal.

 

     Hay gente humilde que son señores por dentro, y personas de prestigio que no lo son. Les falta humanidad. Yo creo que la humanidad es la base, los cimientos de una gran casa. Tener humanidad creo que es sentirse parte de un todo, sentir con los demás, saberlos comprender porque sabes ponerte en su lugar, ser una piececita más que hace que el puzzle esté completo y sea más bonito y mejor.

 

     Os voy a contar la última anécdota que me hace pensar muchas veces en lo difícil y peligroso que es juzgar a los demás, aun estando seguros de lo que hemos visto:

 

     Fui a la boda de una sobrina, se celebró en un bonito hotel que hay en las afueras de La Vila. Uno de mis sobrinos es alérgico al marisco, le basta estar cerca de él o notar su olor para sentirse mal. Y eso es lo que le pasó; un amigo suyo, médico, al verle con los ojos rojos y que no estaba bien, le dijo: tengo el coche aparcado en el camino por si tenía que salir antes de tiempo, ven conmigo y te inyectaré un antihistamínico, pues llevo en el maletín. Las luces del aparcamiento apenas llegaban hasta allí, mi sobrino se apoyó en el capó, se bajó un poco los pantalones y su amigo le inyectó el antihistamínico. Si en ese momento hubiera pasado un coche ¿qué hubieran pensado? Seguramente cualquier cosa, y no buena.

 

     La verdad es que es muy difícil juzgar a las personas y los hechos aunque nos parezcan claros, porque la mayoría de las veces “las apariencias engañan”

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