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Antonio Aura Ivorra

T U R K O

(por Antonio Aura Ivorra)


     Fue un regalo inesperado. Un buen día, sin previo aviso, llegó de la mano de unos amigos y se adueñó de nuestra casa. Aunque vino sin permiso, su frágil cuerpecito y su mirada directa y lastimosa nos encandilaron. Vacunas, biberones, mimos y guía le hicieron crecer sano y sumiso, integrado en la familia.

 

     Robusto y esbelto, pelaje marrón, brillante; ojos almendrados y oscuros. Así de crecido ya, con sus orejas picudas y erguidas, atentas, de un salto subió a la camioneta dando muestras de alegría. ¡Ya sabía que la mañana era dominguera! Su mirada viva, inteligente y agradecida, mostraba entusiasmo. Como un adolescente.

 

     Atrás dejamos su rincón escaso, apretado, insuficiente. Durante el trayecto asomaba su cabeza dejándose acariciar por el viento cálido. Como siempre, íbamos a corretear por el campo hasta la hora de comer. Habituado como estaba, se explayaba a gusto: sin molestar a nadie corría libre de ataduras, se detenía, brincaba y brincaba tras una mariposa, se acercaba a mí y casi abrazándome apoyaba sus patas sobre mis hombros, y saltaba y me lamía y me miraba con ternura… (Si yo fuera tan bueno como creo que él piensa cuando me mira…).Y me dejaba querer…

 

     Siempre atento, siempre en espera con disposición absoluta, sin condiciones. Así era mi perro. Sin duda como otros muchos, pero mío. Jamás pensé que despertara mi sensibilidad pese a que de otros me llegaran comentarios de que así ocurría. ¿Con unos ancestros como el zorro y el lobo, es posible tal relación? Desde las conveniencias se avanzó hacia los afectos: Caza y pastoreo pudieron ser, tal vez, los primeros motivos de contacto. Y poco a  poco, del aire libre y el campo abierto hubo que pasar y adaptarse al unísono a la ciudad, con todos sus inconvenientes y ventajas para unos y otros. Y ya lo creo que Turko lo consiguió. Era… uno más de la familia. Juguetón y obediente a la vez. Conocía los momentos para cada cosa y respetaba los horarios. Cuando le decía “¡vámonos!” se ponía contento, miraba a la cara y esperaba impaciente que abriera la puerta. Cuando le decía “¡quédate!” agachaba la cabeza y regresaba a su rincón. Se le hablaba como a un niño. Sin gritos. Y obedecía… remolón a veces, claro.

 

     Desde el balcón, capaz como era de distinguir el dolor y la urgencia, acompañaba con su aúllo triste a la sirena de alguna ambulancia que se abría paso entre la densidad del tráfico callejero. Las de policía y bomberos solo provocaban ladridos entrecortados… Reacciones sorprendentes.

 

     Y envejeció, y enfermó y le cuidamos hasta el límite. Hasta que se fue. Dejó hueco y tristeza en la casa por una convivencia extinguida, tan extraña e incomprensible para muchos como de difícil explicación para quien la experimentó.

 

     Así me lo contó un amigo mío que ya no tendrá más perros.

 

     Yo nunca los tuve.

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