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LA SILLA QUE VOLABA

(por Ana Burgui)

     Me senté frente al ordenador, me preparé un lápiz y un papel y releí las notas pendientes; tenía que buscar direcciones, números de teléfono, visualizar facturas. Me preparé los papeles y fue entonces cuando la silla se puso en movimiento; con sus ruedas comenzó a moverse, buscó el pasillo y salió por el balcón, primero despacio, luego aumentó su velocidad. Yo lo único que intentaba era no caer y me agarraba con fuerza a los brazos de la silla, así descubrí que apretando el brazo derecho en una altura determinada la silla giraba a la derecha y en el brazo izquierdo a la izquierda. Pensé en la sorpresa de la gente que caminaba por la calle o la que estaba en las ventanas o balcones y los coches de las avenidas que me vieran, quizá se parara el tráfico, pensé en la prensa, una primera portada. Luego pensé en el aterrizaje, ¿cómo se pararía aquello? Sí, ya sabía cómo girar pero tendría que aprender a parar y luego a volver a ponerla en marcha, y ¿cómo poder volver a mi casa? Me sorprendí porque al mirar a mi alrededor descubrí que no había calles, ni gente, ni coches, ni edificios, nada. La silla volaba conmigo sentada, sobre un espacio luminoso y al fondo, lejos, podía ver algunas marcas que no sabía lo que eran pero la silla se dirigía hacia ellas. Podía respirar perfectamente, así que allí había oxígeno al menos. La silla volaba recta y firme hacia algo que no sabía lo que era, pero ahora sí, la distancia había disminuido y podía ver que eran cicatrices, como un corte cerrado. La silla volaba en esa dirección y sin disminuir su velocidad se encaminó hacia una de ellas. Penetró por la marca que el corte había dejado, yo imaginé la sangre en mi cara, en mi cuerpo, pero no ocurrió nada de eso, fue como pasar de una habitación a otra, el mismo ambiente seco y respirable, sin embargo algo había cambiado, ¿qué? No acertaba a definirlo. La silla se paró suavemente y sentí que me invitaba a bajar. Si eso era lo que había cambiado; mi percepción de  las  cosas, de  los  objetos y no sólo eso, mi sentimiento ahora se había ampliado y el entramado se iba abriendo hasta llegar a un hecho. Bajé de ella y miré a mi alrededor, la cicatriz quedaba detrás de mí y entonces vi que era solo el paso no el fin. Ante mí se extendía una superficie llena de cicatrices de distintos tamaños y formas, ya no sólo la forma era distinta; las habían superficiales o profundas, rugosas o lisas, unas parecía que habían tardado más en cicatrizar que otras, ahora sí que estaba más confusa, si cabe. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Tenía un sentido? Yo no se lo encontraba. Aun así me acerqué a una de ellas y entré, entonces pude ver un hecho del pasado. Sí, lo recordaba claramente, además veía mi imagen 20 años más joven, la ropa incluso se correspondía con la época en que había pasado. Entonces era una herida, sí, aquel hecho me había herido y eso me había dejado una cicatriz. Algunos hechos me habían herido más que otros; los que yo creía haber olvidado más rápido o más despacio eran en realidad los que más o menos tiempo habían tardado en cicatrizar dejándome diversas marcas. Entonces era mi interior lo que yo estaba visitando. ¿Era mi interior? ¿Qué era aquello? ¿Cómo había llegado hasta allí? Las preguntas surgían rápidas e hirientes, me estaba dando cuenta del significado, porque además yo también había herido. ¿Entonces? Me interesaban más las infringidas que las recibidas. No, no podía ser, eso no cuadraba con mi comportamiento. Un momento, mi mente se estaba desdoblando porque podía pensar de varias formas a la vez. Una era ecuánime, generosa, clara pero inmensa, ahí cabía el entendimiento, el comprender, el perdonar; otra era reducida, corta porque se me acababa enseguida, ahora era pequeña y sin embargo la reconocía como mía, como la de siempre, como la que tenía antes. Un momento ¿Antes? De qué. Recordé un libro y muchas puntualizaciones diversas sobre el estado consciente, vivo y el otro ¿Es que había muerto?

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